Crónica de una muerte anunciada se publicó en 1981, un año antes que Gabriel García Márquez recibiera el Nobel.
Por Juan Martini.
Simpático, ingenioso, empachado de sí mismo, y un toque hortera, Gabriel García Márquez se estiró en el asiento del bar y con las manos cruzadas sosteniéndose la nuca dijo que el narrador de su próxima novela era él pero no era él. Vestido con un overall, una polera de cuello alto y un par de botas amarillas, Gabo sonrió. Estábamos en la terraza del bar que hay en el edificio de la Diagonal donde tiene su oficina la agente literaria Carmen Balcells. La plaza de Calvo Sotelo resplandecía con la luz de una primavera rubia y apenas más allá los árboles del Turó, un pequeño parque enrejado, se espejaban en la fuente. Ricardo Rodrigo era el director de la editorial Bruguera y yo uno de sus editores. Los tres tomábamos cerveza y charlábamos. El narrador de su próxima novela, decía García Márquez, en rigor no era él mismo -aun cuando había vuelto al pueblo del Caribe donde transcurre para terminar de reconstruir los hechos- porque una crónica siempre ficcionaliza lo que cuenta y entonces un personaje real se transforma en un personaje de ficción.
Ya estaban en marcha las negociaciones que de la mano de Ricardo Rodrigo (quien pocos años después fundaría la sólida RBA) y de la consideración recíproca que se tenían con Carmen Balcells culminarían con la compra por parte de Bruguera de los derechos de Crónica de una muerte anunciada para la edición en rústica y en tapa dura, y de toda la obra anterior de García Márquez para ediciones de bolsillo. Cuando terminó aquel aperitivo García Márquez prometió que la próxima vez que estuviera por Barcelona, ya que se iba no recuerdo adónde, comeríamos un asado. Se ve que el viaje se prolongó más de lo que tenía previsto porque nunca comimos ese asado. Pero parecía mentira y hasta cierto punto emocionante que el autor de más exito de la lengua castellana en el siglo XX tuviese tiempo para entretenerse con ese tipo de promesas.
Bruguera 1981: La primera edición.
La cuestión es que un buen día, en 1981, llegó a mi mesa, en la editorial Bruguera, la caja de cartón forrada con papel madera y lomo y cantos de tela color naranja en la que Carmen Balcells envió una fotocopia del original de la nueva novela de Gabriel García Márquez. El contrato tenía más de una cláusula no habitual en los contratos habituales con que autores, agentes y editoriales acuerdan la edición de un libro. Una de esas cláusulas obligaba a la editorial a realizar, además de la edición normal o paperback, una edición de lujo, encuadernada en tapa dura y con los primeros 500 ejemplares numerados que serían para Gabo, quien los firmaría y los regalararía o utilizaría según sus deseos y necesidades.
En aquellos años, en Barcelona, recibí muchos originales o copias de originales de libros fundamentales. El más apreciado, lo he dicho en otra crónica, fue el de la novela Dejemos hablar al viento de Juan Carlos Onetti. Pero en el libro de Onetti me manejé con confianza. También llegó, un mal día, Nadie nada nunca de Juan José Saer. En este caso Rodrigo, por más que insistí, no se atrevió a publicar esa novela porque le había parecido muy compleja y la carpeta gris en la que había llegado partió, con todo el dolor de mi alma, de vuelta. La copia del original de García Márquez me dio miedo.
Otra de las cláusulas no habituales del contrato establecía que García Márquez corregiría una única vez las pruebas, que Bruguera debía proveer las películas a los tres coeditores sudamericanos, y que el libro debía llegar a los lectores sin una sola errata. Quizás esta última exigencia no figuraba en la cláusula pero la escuhé de boca de Balcells y se me grabó a fuego como el undécimo mandamiento.
Bruguera haría una primera edición de 100.000 ejemplares para España. En Argentina lo publicaría Sudamericana, en Colombia la Oveja Negra y en México la editorial Diana. Desde esos tres países el libro llegaría, además, a toda hispanoamérica. Y las películas para la impresión por parte de esas tres casas debían salir de Barcelona sin una sola errata.
Así que leí por primera vez la Crónica para saber qué teníamos entre manos. Después, cuando llegaron las pruebas de galera. Por tercera vez al recibir las pruebas de página y antes de mandárselas a Balcells para que se las mandara a García Márquez. Por cuarta vez cuando García Márquez las devolvió con sus últimas correcciones. Y leí por quinta vez la Crónica de una muerte anunciada después de incorporar las correcciones de Gabo y al pie de las máquinas porque es común que al incorporar una corrección se comentan nuevos errores… Poco después el libro llegó a la calle y no tuve quejas.
1982: García Márquez recibe el Premio Nobel con una guayabera
De la edición de lujo, en tapa dura con sobrecubierta y papeles de alto gramaje se hicieron, me parece recordar, 5.000 ejemplares que, como era lógico, no se vendieron en seguida. Pero el año siguiente fue 1982: entonces cayó el Premio Nobel, todo García Márquez se agotó en 24 horas… y el Corte Inglés compró la totalidad de ejemplares en hardcover que quedaban en los depósitos de Bruguera y los vendió en un puñado de días.
Crónica de una muerte anunciada es, para este cronista que nunca se rindió a los cantos de sirena del realismo mágico, no el libro más admirado pero sí un libro memorable. Es cierto que durante años no se me pasó por la cabeza ni de casualidad volver releerlo. Pero también es cierto que más de una vez lo he recomendado en los talleres literarios, junto con Los adioses de Onetti, para analizar el punto de vista y la figura del narrador. Dicho de otra manera, debo haber leído la Crónica no menos de ocho o nueve veces y es, sin dudas, el libro que más veces he leído en mi vida.